miércoles, 5 de diciembre de 2007

"En la garganta del firmamento" (Daniel F)

Hazme un lugar en la garganta del firmamento
me haz de separar un gran viento que lance lejos.
Pues quiero ser esa mirada en la nube
y quiero ver tu sonrisa de nuevo.

Hazme un lugar en la historia que llevaste contigo
no te tocará ninguna gota de esa lluvia del olvido.
Me dejaré caer en el timón de los copos de tu rumbo
me haz de ayudar a establecerme en ese mundo.

Hazme un lugar en esos rincones de las estaciones
pues no ando buscando explicaciones ni a las canciones
pues quiero ser ese reflejo en tus ojos
y quiero ver tu sonrisa en mis sueños... otra vez.

martes, 4 de diciembre de 2007

"Las confesiones detrás de la ventanilla"

La combi paró en una esquina, esperando que el semáforo cambie de color. Las ideas que tenía en mente del poema que quería escribir, también se detuvieron. Durante un instante comprobé que somos cuerpos programados para el acto de la rutina; que nuestros pasos están plenamente relacionados, unos con otros, y van formando parte de una cadena muy difícil de romper (esa cadena no se rompe, más que todo por miedo; quienes se atreven a quebrar los eslabones son encerrados en cuartos helados, bajo el diagnóstico de "locura, demencia"). A medida que las ideas sobre el poema iban evaporándose entre la armonía del motor encendido y el olor de la gasolina filtrándose por las paredes de lata, aparecían esas imágenes oscuras, proyectadas en penumbras; en las mismas penumbras de las cuales yo soy protagonista inevitable: fingiendo sonrisas, haciendo promesas, deseando escuchar mentiras alentadoras, intentando oír risas escandalosas; en pocas palabras: en esas imágenes siempre aparezco feliz. Pero así como estas imágenes aparecen, también se van y por efecto de este constante ir y venir, han ido perdiendo la veracidad que heredan de la fantasía. Por eso ya no sé, si todo aquello que digo ver es cierto, si son imágenes salidas de alguna figuración mía o si (dudo que sea verdad) todo eso llegó a suceder alguna vez. Y no me pregunten; por que lo único que recuerdo es la soledad en mi espalda cuando me desperté una mañana muy,
muy lejana
Para distraerme, concentré la mirada colérica en el cerco de la ventanilla. Examiné como un tipo culto, el teatro, la comedia de la vida, que aquella mañana se mostraba como un grandioso espectáculo. Para ser sincero buscaba algo que no sabía que era, y que mucho menos podría encontrar en esas calles. Sin atinar a más, me limité a mostrar
una expresión de gratitud y conformismo.
Otra combi apareció al lado de la mía y en una posición bastante graciosa, con su mirada distraída (porque sólo ella tiene esa mirada entre dulce y asustada que deslumbra y enamora, esa mirada que es sinónimo de cariño. Esa mirada que hace mucho no siento venir), con los cabellos ensortijados que reposan en sus hombros delgaditos, estaba Milagros. La estuve viendo por un rato. Cuando por fin nos miramos, nuestras combis ya estaban en movimiento. Nos hacíamos señas con las manos, intentando decirnos algo. O de repente no queríamos decirnos nada y actuábamos de esa manera tan cómica, porque no sabíamos o no podíamos adoptar otra reacción. Me sentía como un idiota haciendo toda clase de gestos en la ventanilla de mi combi al lado de una señora que preguntaba por donde se encontraba la procesión. Hasta que de un momento a otro vi justificadas todas esas muecas que me hacían ver y sentir tan ridículo. Como si yo se lo hubiese pedido, ella sonrió. Sonrió con esa naturalidad que le sale desde muy adentro, con esa frescura tan intensa que posee ese gesto suyo; ese gesto único que es capaz de suavizar a los seres más hastíos y mortificantes como yo.
Cuando mi combi se adelantó y la suya quedó como una cuadra atrás, creí que ya no la vería, pero como nos detuvimos para que subieran más personas, esta vez la combi de Milagros dejó la mía rezagada. Detrás del cristal, la chica "fashion", como solía decirle por el messenger o en su puerta (cuando me dejaba hacerle compañía en las madrugadas. Las mejores madrugadas, de uno de mis inviernos más duros), bajo ese cielo de lloviznas tímidas y flojas, me obsequiaba otra de sus sonrisas.
Con el tránsito nuevamente detenido, esperando otra vez que el semáforo cambie de color, empecé a sentir ese cosquilleo que sólo siento con la proyección de aquellas imágenes o con la desesperación y la locura a cuestas. Teniendo uno de esos arranques que no tenía desde tiempos muy lejanos, me bajé de la combi; cegado por esa locura llena de arrebatos y desprendimientos, esa locura escasa de rubor o pavor; esa locura que se materializó en una carta, por primera vez. Me baje de la combi para buscar a Milagros. Porque necesitaba caminar un rato con ella.
Felizmente no estaba muy lejos. Me acerqué, contemplé sus mejillas rosadas y suaves, decoradas con cierta discreción por una seguidilla de pequitas acolchonadas. Perseguí su mirada y la encontré escondida e inocente; pensé lo que siempre pienso cuando la veo, cuando le hablo. Pensé en lo que le oculto y quisiera confesarle. Viéndola en aquella cercanía tan lejana, en aquella presencia tan ausente, le dije sin que lo escuchara, sin que pudiera imaginarlo: "Si supieras que me cago por ti... Si supieras que todas mis esperanzas, mis ilusiones, mis anhelos se unen en una sola consigna: ¡una oportunidad contigo!, ¿Quieres saber que es lo que más disfruto al estar a tu lado?, fácil; verte sonreír, escucharte al hablar, pero ante todo seguirte al caminar..."
De pronto, la bulla de la avenida me devolvió con fuerza a ese trance deprimente que tanto detesto: la realidad. Corrí porque ya no faltaba mucho para que el semáforo cambie de color. Guarde mis secretos, como siempre pasa, ahogue mis confesiones detrás de la ventanilla y le advertí que estaba allí, esperándola, tocando el cristal con la punta de mis dedos. Sonrió y brillaron hasta sus ojos; bajó de inmediato y nos fuimos caminando por una calle ancha del centro. Yo le pregunte como le estaba yendo en el trabajo, ella me preguntó que novedades tenía. Bromeamos, reímos. Me contó que había encontrado, dos veces junto a su terma unos ajíes negros y al mismo tiempo me ilustraba, explicándome que aquello era señal de mala vibra, malos deseos y hasta brujería. Me preguntó si sabía eso. Le dije que no creía en esa clase de cosas. Me conmovió su expresión. Era una niña linda (a pesar de que cumplirá pronto 20 años), sonriente y asustada. Me dieron ganas de abrazarla, decirle todo lo que sentía y decirle que se quede conmigo, que no la defraudaría nunca, que la quería mucho y que por lo mismo no sería capaz de hacerle daño. Pero no lo hice. Por miedo a que me rechace, por miedo a enamorarme y querer de nuevo a alguien como siento que quise alguna vez. Aunque de repente todo eso no sea mas que la revelación de que pronto volveré a querer a alguien de aquella manera tan sobrecogedora, tan fuerte, tan complicada. O posiblemente la antesala del final de una vida muy dispuesta al afecto, al cariño, por la falta de estos mismos en todas sus magnitudes.
Cuando llegamos a su trabajo, me despedí de ella besando una de sus mejillas rosadas, inhalando el aroma de su cabello ensortijado. La vi desaparecer en la puerta de su trabajo, alistándose para tender todos los pedidos. Yo seguí mi camino con un cigarrillo en la boca, pensando en escribirle una carta, en confesarle todo lo que creo sentir por ella algún día. La manera como quisiera ponerme en evidencia ante ella. Pensando en lo que acababa de pasar. Convencido de que para alcanzarla sería capaz de esa locura y de muchas más.